Lo primero que pensé cuando el auto se negó a seguir fue que no tenÃa idea de cuánto tiempo tardarÃa en descomponerse un cadáver. Eran las cinco de la mañana. AmanecerÃa en una hora. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? ¿Dos, tres horas? ¿Qué podrÃa hacer si no venÃa la grúa? ¿O si también se estancaba en el barro y amanecÃa y alguien se daba cuenta de que en la carrocerÃa algo empezaba a apestar?
Juré que si salÃa de eso, nunca, nunca, volverÃa a hablarle a Gabriel. Si me atrapaban, tampoco volverÃa a hablarle, porque me imaginaba que después de delatarlo como autor del crimen no seguirÃamos siendo amigos. Quizá si no lo delatara, Gabriel lograrÃa sacarme de Tacumbu con sus influencias. Pero de todas formas, tendrÃa que dar muchas explicaciones del porqué me habÃa ido de paseo con un cuerpo y terminé atascado en una ruta perdida de Luque.
Apagué el motor cuando ya era obvio de que la camioneta no se moverÃa. Abrà la puerta y, gracias a la luz tenue de la luna, vi que las ruedas traseras se habÃan ahogado en el barro rojo. No me animaba a prender las luces delanteras por temor de despertar a alguien. HabÃa una o dos casitas a casi cien metros, y más adelante una bodega cerrada. A lo lejos se escuchaba el ruido de los micros y unos gallos anunciando el imparable amanecer.
Es que yo también fui un pelotudo. ¿Quién me mandó a ayudar al todavÃa más pelotudo de Gabriel? Nadie. Yo solito me ofrecà porque le debÃa los últimos años de farra, mi trabajo y gran parte del pago de la camioneta en la que estaba atrapado con el cadáver de Josefina. Josefina, la rubia de los perros. Qué asco me daba cuando le decÃan eso. Y la pobre se sentÃa tan feliz de ser parte de ese mundo que jamás serÃa el suyo.
A pesar de todo, le entendÃa muy bien a Josefina. Yo también vivÃa colgado de esa ilusión de pertenecer a esa élite dueña de medio paÃs. A veces, cuando nos juntábamos en la mansión de alguno de ellos, contemplaba cuánto del paÃs estaba en manos de esos pibes. La mitad de la mesa seguramente era dueña del treinta por ciento, y la otra mitad del veinte. ComÃamos el asado que venÃa de sus muchas estancias y tomábamos la cerveza comprada con la plata de sus papis. Ayer de noche, por ejemplo, me habÃa reÃdo de Luciano, que se quejaba del auto que habÃa destruido al salir borracho de una discoteca. El auto de cien mil dólares terminó incrustado en una columna de la Ande y él salió caminando solo con un moretón en la cabeza. Para él, eso fue un chiste. Olúo, qué pedo tuve, se reÃa. La cagada es que ahora voy a tener que usar la camioneta del chofer hasta que mi apá me quiera comprar otro auto.
Un perro negro se acercó a la camioneta con miedo y se puso a oler las ruedas delanteras. Levantó una pata y marcó su nuevo territorio. Como no querÃa hacer ruido, le tiré una botella de agua que habÃa encontrado en el asiento del pasajero. El perro se alejó corriendo. Eran las cinco y veinte de la mañana y todavÃa no venÃa la grúa. DebÃa considerar mis opciones. Si dejaba el auto y corrÃa, no sabrÃa cómo salir de ahÃ. PodÃa denunciar el auto como robado, pero durante ese trayecto de llegar a mi casa, bañarme y sacarme el barro de encima, alguien de seguro olerÃa o verÃa el cadáver en la carrocerÃa.
Gabriel estaba muy seguro de su plan: él limpiaba la sangre del quincho y yo me iba a tirar el cuerpo a algún baldÃo. La familia de la rubia vivÃa en Ciudad del Este, según lo que sabÃamos. Nadie se darÃa cuenta de su desaparición hasta que encontrasen el cuerpo. Entonces ya no habrÃa rastros de que ella habÃa estado en la casa de Gabriel ese sábado de noche. A mà me tocó la peor parte, primero porque Gabriel estaba demasiado borracho para manejar (terminarÃa matándose con Josefina en el camino), y segundo porque asà siempre fue nuestra amistad. Él se metÃa en los quilombos y se paralizaba, y yo era el fiel lacayo que tomaba las decisiones para salvarlo.
Cinco y cuarenta y tres. El cielo se estaba aclareciendo y la puta grúa todavÃa no llegaba. Un señor salió de una de las casitas y subió a una moto. Miró hacia donde yo estaba como si dudara en acercarse o no. Al ver el charco donde me metÃ, creo que se asustó y pensó que era mejor llegar temprano y limpio a su trabajo que intentar ayudarme.
Cinco y cincuenta siete. Solo el sol se asomaba en el horizonte. Ni la grúa ni nadie más estaba a la vista. Quizá se perdió. Mis indicaciones, por cierto, no fueron muy claras, pues era difÃcil explicarle dónde mismo me encontraba. La calle de tierra no tenÃa nombre. Solo pude explicarle que debÃa pasar la curva de la ruta que va de Luque a Limpio.
Escuché el ruido de un motor y pensé en la grúa. En el retrovisor vi que era un motocarro que llevaba una bolsa gigante de botellas de plástico y, en la parte trasera, una familia sentada en sillas de cables. El motocarro desvió el charco y paró cerca de la camioneta. Uno de los niños se acercó y se metió en el barro, perdiendo una zapatilla en el camino. Agarró la botella que le habÃa tirado al perro y, embarrado hasta las rodillas, subió de nuevo al motocarro. El conductor me hizo una señal de «al pelo» y le respondà de la misma manera. ¿Qué otra cosa podÃa hacer?
Eran las seis y cuarto y ya habÃa visto pasar a varios motociclistas, a una señora que sacó a pasear a su vaca, a un vendedor de bananas que me ofreció una docena por cinco mil guaranÃes, a un diariero y un Vitz blanco que vibraba al ritmo del reguetón. Del Vitz se bajó un pibe más o menos de mi edad. Sin apagar la música, se acercó a la camioneta.
―¿Después, capé? ¿No querés que te ayude a empujar o algo?
―¡Gracias, pero ya viene la grúa! No vamos a poder sacar esto de acá empujando.
―¿No viste pio el charco cuando venÃas? Desde la semana pasada que está asÃ.
―No, no vi.
―Nde rakóre. Y bueno, suerte, capé.
Lo único que me reconfortaba era que la camioneta estaba metida en el medio del charco. Nadie podÃa acercarse demasiado sin correr el riesgo de hundirse también. El efecto del alcohol me estaba pasando y necesitaba dormir. Pero primero necesitaba esconder el cadáver y no irme preso en el intento, tarea que se me complicaba con el paso del tiempo.
A las siete y quince vino la grúa, que me despertó de un bocinazo. Miré hacia la carrocerÃa y vi que la toalla con la que cubrimos el cuerpo de Josefina estaba marrón, seca y ensangrentada, cobrizo, como el color de la tierra. El operador de la grúa se acercó con un saludo. Me fijé en las botas que llevaba puestas: de plástico, para la lluvia. PodÃa entrar en el barro con ellas. Dio unas vueltas alrededor del charco, estudiando la situación. Cuando fue hacia la carrocerÃa, salà por la ventana y me trepé arriba de la camioneta para llegar a la carrocerÃa y tapar el cuerpo con el mÃo.
―Yo creo que va a ser más fácil si estiramos de atrás ―dijo, y se detuvo a unos metros. Si se acercaba más, era mi fin.
―¿No es mejor por el frente?
―Ahà tenés un tira tráiler, voy a enganchar con eso. Por adelante no tengo dónde enganchar.
―Tiene un gancho ahà adelante ―le dije, e hice un gesto como para que lo buscase.
Lo encontró. Enganchó el guardabarros de la camioneta con la grúa, y logró estirarla afuera del charco. Me bajé con prisa y, mientras el señor desenganchaba el cabo de acero, le di un billete de cien mil y regresé al volante para salir rajando.
Di varias vueltas por la zona hasta que llegué a otro camino de tierra más fino, rodeado de una selva de baldÃos. Retrocedà la camioneta hasta donde habÃa un árbol y rodé el cadáver de Josefina, de la carrocerÃa al suelo. Aterrizó boca abajo sobre la maleza y me asusté instintivamente. Mi mente no procesaba que la caÃda no le dolerÃa. Arrastré el cuerpo hacia el fondo del baldÃo. En el camino se enganchó con algo y tuve que voltearlo. Le tapé la cara con la toalla, y vomité al ver que el cerebro de Josefina chorreaba… TenÃa el cráneo roto. Apenas me recompuse salà corriendo de ahÃ. De vuelta en la camioneta, pensé que a lo mejor podÃan pillar mi ADN del vómito. Pero recordé que estaba en Paraguay. Nadie iba a tomarse la molestia de investigar el crimen de la rubia. No era alguien importante.
Gabriel me llamó trece veces en el transcurso de la noche. Le atendà cuando ya estaba regresando a Asunción.
―¡Boludo! ¿Por qué no me atendÃas?
―No querÃa gastar mi baterÃa. Ya está. No creo que le encuentren hasta en unos dÃas.
―Callate, imbécil, mirá si se está escuchando esto. ¿Ya estás en tu casa?
―No. Estoy volviendo recién.
―¿Por qué tardaste tanto?
―La camioneta se quedó trancada en un charco. No querÃa prender las luces y no vi...
―Nde rakóre. Y bueno, si llevabas mi Hilux capaz no se trancaba. Che…
Corté el teléfono y fui a mi casa. Me bañé una hora, como si el agua pudiera lavar la suciedad que llevaba encima después de esa noche.
Gabriel volvió a llamarme cinco veces a lo largo del dÃa. A la sexta, le atendÃ, convencido de que le harÃa desaparecer de mi vida de una buena vez.
―Che, Marce, ¿estás bien?
―SÃ. Gabriel, yo creo que tengo que alejarme un tiempo. Lo que pasó fue muy fuerte. Vos sabés que yo soy tu amigo y eso, pero esto es otra cosa.
―Fue un accidente, a cualquiera le puede pasar. Sabés el quilombo en el que me iba a meter si es que le llamaba a la policÃa. No iba a poder explicar cómo pasó, y sabés cómo es la justicia acá. Iba a quedar como el cagaplata machista que le pegó a su amante o algo asÃ. Ya me veÃa en la tapa de Popular. Y Victoria me dejaba, de una. Le conté a mi mamá lo que pasó, y después de la puteada me dijo que lo mÃnimo que podÃa hacer era comprarte otra camioneta. Vendé esa otra, tirá, hacé lo que quieras con ella. ¿Cuál querés?
―¿Qué?
―Y sÃ. Esa te va a traer malos recuerdos. También me dijo que nos vayamos de vacaciones a algún lado para olvidar lo que pasó. ¿Qué te parece Cancún? Es verano allá ahora.
Dudé un rato en responder. Todo es tan simple para él, para ellos. Pero al final le respondÃ:
―La verdad es que me vendrÃan muy bien unas vacaciones.
Premio Elena Ammatuna 2015